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Ajedrez y Borges: El infinito tablero del destino

En la obra literaria de Jorge Luis Borges, el ajedrez trasciende la condición de simple juego para convertirse en una metáfora profunda y recurrente que refleja la complejidad existencial del ser humano y la condición del universo. Su emblemático poema “Ajedrez”, publicado en el libro “El Hacedor” (1960), ejemplifica con precisión esta visión filosófica. Este soneto magistralmente compuesto en dos partes examina la manera en que el ajedrez puede representar simbólicamente la eterna tensión entre el libre albedrío humano y la inevitable determinación divina.

Poema completo “Ajedrez” de Jorge Luis Borges:

I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

En la primera parte del poema, Borges nos sumerge en una atmósfera solemne y enigmática, donde dos jugadores, atrapados en la gravedad del tiempo y la intensidad silenciosa del enfrentamiento, guían cuidadosamente piezas sobre un tablero. Estas piezas—descritas por Borges como la “torre homérica”, el “caballo ligero” y la “armada reina”—están impregnadas de un aura mágica, como si fueran arquetipos épicos inmersos en una batalla eterna. Este conflicto, según el autor, tiene raíces en Oriente, pero se extiende metafóricamente hasta abarcar todo el globo, simbolizando la universalidad tanto del juego como de las luchas inherentes a la condición humana.

La segunda parte profundiza esta metáfora, revelando que ni las piezas ni sus jugadores gozan de una libertad absoluta. Las piezas ignoran que su destino está gobernado por la mano invisible de fuerzas superiores, y el propio jugador tampoco escapa a esta realidad. Es también una pieza en un tablero aún más vasto, regido por poderes cósmicos cuyo entendimiento nos es negado. Borges se inspira explícitamente en la sabiduría del poeta persa Omar Khayyam para abordar el tema de la predestinación y el misterio del destino.

La estrofa final es particularmente poderosa y evoca profundos cuestionamientos filosóficos:

“Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?”

Con estos versos Borges nos confronta directamente con el abismo infinito de causas y consecuencias que se entretejen en el universo. La reflexión sugiere la existencia de una cadena infinita de fuerzas superiores, cada una sometiendo a la siguiente a su voluntad, creando así una paradoja existencial sobre quién o qué verdaderamente dirige la compleja trama del destino humano y universal.

En Borges, por tanto, el ajedrez supera el ámbito físico del tablero, convirtiéndose en un símbolo filosófico de gran profundidad que encapsula sus obsesiones literarias más constantes: la infinitud, la circularidad eterna del tiempo, la búsqueda en laberintos existenciales y el misterio irresoluble del destino. Abordar a Borges desde una óptica ajedrecística no solo permite apreciar mejor la riqueza de sus textos, sino también nos incita a cuestionar profundamente la naturaleza y el sentido de nuestra propia existencia.